USHUAIA VOLVER

Los secretos que la montaña le cuenta al aire

Los picos de Ushuaia esconden paisajes, irregularidades, colores y sensaciones que solo pueden apreciarse desde la vista de un cóndor. Desde las alturas, todo cambia.

Tuve la fortuna de crecer rodeada de bosques y las montañas de la Cordillera de Los Andes. Me crié apreciando la majestuosidad del Monte Olivia, cuya cumbre cualquier ushuaiense reconocería entre miles. Pero siempre me pregunté qué habría más allá de esos picos que rodearon mi infancia: parecen ser secretos inaccesibles de los que solo se puede ver una parte recorriendo la isla por tierra.

Ya no vivo en Ushuaia, pero la curiosidad de qué hay detrás de esas montañas, dentro de ese cordón blanco y rocoso, probablemente, me acompañe toda la vida. Por eso, cuando tuve la oportunidad, no dudé en reservar un lugar en uno de los viajes de Heliushuaia. El proceso fue muy rápido: me contacté, les conté que iba por unos días a Ushuaia y me dieron un asiento para el 9 de octubre. Llegó el día y, a medida que se iba acercando la hora, los nervios empezaron a bailar en mi panza. Alrededor de las 14hs, me avisaron que, por el viento, quedaba a confirmar el vuelo. Dos horas más tarde volví a recibir noticias: el viaje se hacía a las 16.30. "No hace falta que te presentes con anticipación", me comunicaron. Cuando llegué, Lea, una chica de rulos y anteojos muy sonriente me invitó a unirme a una pareja proveniente de Washington, en la parte de atrás del local que funciona de recepción. Allí me pidió que me suba a una balanza. "Es para ver cómo distribuimos el peso en la cabina", me explicó. Luego nos dio algunas instrucciones que teníamos que respetar durante el vuelo. "Lo que el piloto diga es ley", enfatizó. Desapareció unos segundos y volvió con unas pulseras que nos ató en la muñeca derecha: "30 minutos", decía la leyenda en la pulsera haciendo referencia a la duración del viaje que comprendía un aterrizaje en el medio de la montaña. Más tarde me enteré que había vuelos de 45 minutos, de 1 hora y de hasta 3 horas. "Ya estamos listos. Podemos subir", invitó. Nos dirigimos hacia una puerta detrás del local. Allí el helicóptero ya estaba en funcionamiento y Daniel, el piloto, nos esperaba para emprender el viaje.

La cabina es muy particular: dos asientos detrás y dos asientos adelante. En el asiento derecho delantero se sienta el piloto con todos los botones, palancas y un volante de forma muy extraña delante de él. Todos nos podíamos comunicar mediante los enormes auriculares con micrófono. Rápidamente me di cuenta que sin esa tecnología era imposible escucharse dentro de la cabina. Me senté en el asiento derecho de atrás, justo detrás del piloto y en diagonal a la mujer. Un hombre amable me ayudó a subir y me explicó cómo abrir la puerta: "Pero siempre la va a abrir el piloto", me advirtió. Me abroché el cinturón y me puse los auriculares.

Una vez todos acomodados, el helicóptero comenzó su particular ascenso con la cola levantada e inclinándose ligeramente hacia adelante. No fue un despegue rápido, pero cuando me percaté ya las casitas eran muy pequeñas y estábamos dando una vuelta sobre la Misión Alta para dirigirnos hacia el este, hacia el Monte Olivia y el Cinco Hermanos, estas montañas que tanto caracterizan a la ciudad.

La inmensidad del Canal Beagle se desplegó bajo nuestros pies. Traté de avistar alguna especie animal en el agua, pero a medida que íbamos ascendiendo la distancia me dificultó cada vez más hacerlo. Entonces, posé mis ojos en el frente y ahí estaba: el Monte Olivia, esta montaña que miles de veces pensé en tatuarme, haciéndose cada vez más grande a medida que nos íbamos acercando.

"¿Vamos a pasar por al lado del Olivia? -me pregunté para mis adentros-. Nah... no creo que se pueda". Pero Daniel seguía avanzando en esa dirección. "There is the Cinco Hermanos mountain", 'Ahí está el Cinco Hermanos', le explica Daniel a mis compañeros de vuelo angloparlantes. Luego, comenzó a virar hacia la izquierda: efectivamente estábamos ante el increíble Monte Olivia, que se levantaba ahora al lado de mi ventana. Pasamos por la ladera que da a la ruta y a la ciudad y sentí que no reconocía la montaña que miré todos los días de mi vida durante tantos años: esconde unas irregularidades que son imposibles de apreciar desde la perspectiva terrestre.

El viento hacía mover levemente el helicóptero, como una pequeña turbulencia de avión. Casi imperceptible. Pero las sensaciones se ponen a flor de piel y en un momento me encontré aferrada fuertemente al asiento del piloto. Cuando me di cuenta, me reí de mi misma, me relajé en mi asiento y volví a concentrarme en el paisaje.

Miré hacia abajo, hacia esos bosques que ya a esta altura del año se extienden asemejándose a un manto uniforme verde que viste los pies de la montaña. La ruta comenzó a abrirse paso en nuestro campo visual. "Esta es la Ruta Nacional 3, que encuentra su punto final en el Parque Nacional de Tierra del Fuego", explicó en inglés Daniel.

Cruzamos la Ruta y empezamos a sobrevolar el Valle de Tierra Mayor, esa llanura inmensa de turba y caminos de esquí de fondo. Ya no había rastros de nieve a nuestros pies, pero cuando levantamos la vista, el horizonte se tiñó de blanco. El sol, que se había escondido todo el día, salió de detrás de las nubes para ayudarnos a contemplar mejor la laguna cuyo verde atrae a visitantes de todo el mundo, la Laguna Esmeralda; pero su color todavía se escondía debajo de una capa de hielo blanco. Detrás, se alzaba el imponente glaciar Ojo del Albino.

Seguimos avanzando. A esta altura ya no sabía muy bien dónde estaba: el paisaje desde allá arriba se distorsiona mucho y no tiene nada que ver con la perspectiva de la que disfrutamos desde la tierra. Los restaurantes, las aerosillas y las pistas de esquí del Cerro Castor empezaron a mostrarse.

Volvimos a cruzar la ruta y nos dirigimos a una llanura que se extiende a los pies de la cumbre de una montaña, una especie de meseta. "Ahí vamos a descender", anunció Daniel. El helicóptero aterrizó en medio del paisaje blanco que nos rodeaba. Daniel me abrió la puerta y me dijo: "Nos bajamos 5 minutos. Por favor, no vayan detrás del helicóptero".

Descendí del helicóptero impactada por el paisaje que lo envolvía todo. A esa altura ya es imposible ver la ruta. Lo que se extendía frente a mis ojos era una enorme vastedad de montañas irregulares pintadas de blanco, con algunas manchas de roca. Traté de pensar en qué punto geográfico estaba parada y me puse a hacer cálculos. Repasé el recorrido y pensé: "Debemos estar enfrente del Cerro Castor". Entonces entendí que, ante tanta blancura, me iba a resultar imposible ubicarme en el mapa que me había dibujado mentalmente, así que me dispuse a respirar el aire limpio y frío que la montaña regala.

"¿Un champagne?", me interrumpió Daniel acercándome una copa. Acepté, aunque, en realidad, no me guste mucho esa bebida. Brindé conmigo misma por el paisaje y por el increíble descubrimiento de sensaciones que estaba experimentando. "¿Quieren cambiar los lugares?", preguntó Daniel en español ya disponiéndose a volver a la cabina. Miré a la mujer que había ido en el asiento delantero durante la primera mitad del viaje. "A mí me gustaría ir adelante. ¿No hay problema?", me atreví a preguntar con algo de temor. "No, por supuesto. Adelante", me contestó amigable.

Daniel se dispuso a abrirme la puerta del asiento de adelante cuyo ocupante disfruta no solo de las ventanas del costado, sino de un parabrisas enorme en su frente que amplía mucho más el campo visual. La vista se extiende y pasa a ser panorámica pudiendo apreciar una porción mucho más grande del paisaje.

El helicóptero despegó y el Canal Beagle empezó a mostrarse de a poco nuevamente al final del valle, entre dos montañas. Dejamos el blanco de las alturas detrás mientras que el verde del bosque volvía a aparecer. "¿Ahora dónde estamos?", le pregunté a Daniel. "Estamos sobrevolando el valle por el que pasa el Río Encajonado", respondió. Miré para abajo y ahí estaba el torrente convertido, desde esa perspectiva, en una línea finita que se abría paso entre los árboles.

"Allá está el Faro Les Éclaireurs y la Isla de los Lobos", anunció Daniel. Cerré un poco los ojos para verlo a lo lejos en ese punto pequeño en medio de la inmensidad del Canal Beagle. Los colores rojos y blancos del faro me ayudaron a identificarlo.

Una vez que alcanzamos la desembocadura del Río Encajonado, doblamos a la derecha y nos encaminamos hacia la ciudad nuevamente. Avanzamos sobre la costa y vislumbramos la Estancia Túnel.

Nos íbamos acercando al centro de la ciudad. Observé el Museo del Presidio, la Casa de Gobierno y el puerto. Sobrevolamos la zona de veleros anclados en la bahía y entendí que el viaje estaba a punto de acabar. Viramos hacia la pista de aterrizaje y nos dirigimos hacia uno de los tres círculos amarillos pintados en el suelo que señalan el espacio de aterrizaje donde Daniel hizo descender lentamente el helicóptero. "Esperamos a que disminuya el movimiento de las hélices y nos bajamos", dijo. Cuando descendimos, me encaminé hacia el hall donde nos dieron las indicaciones previas. Allí, Lea me entregó un certificado que probaba mi experiencia. Entonces vi un cuadro muy grande de una foto de la ciudad, pero en pleno invierno. Ahí comprendí que aún me queda mucho por conocer de los secretos de esta ciudad y de la increíble e imponente cordillera que la rodeó mi infancia.

Agustina Lopez Perez

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