República Dominicana VOLVER

Bullicio, exhuberancia y diversidad en el Caribe.

Su arraigada inclinación histórica a la exhuberancia, al baile innato, la música rítmica tribal y el trago fuerte, convierten en un rasgo profundo la identidad de sus casi nueve millones de habitantes.

Para el viajero proveniente de otras latitudes, República Dominicana es capaz de despertar el sueño de la isla bonita, poblada de simpáticos nativos, rodeada de hermosas playas cuya arenas blancas contrastan con un idílico mar turquesa. Así lo puede pensar un sorprendido ciudadano global de principios del siglo XXI, pero se tienen pruebas de que así también lo pensó el mismísimo Cristóbal Colón cuando pisara por primera vez esta isla que llamó La Hispaniola. 

La Hispaniola en la actualidad es ocupada por dos naciones. Una es Haití, la otra es República Dominicana. La geopolítica planetaria indica que la primera es hoy una nación fallida, sin Estado ni ley. A la segunda nación las continuas ocupaciones, colonizaciones y dictaduras no consiguieron arrancarle su arraigada inclinación histórica a la exhuberancia, al baile innato, a la música rítmica tribal y al trago fuerte, a punto tal de convertirse en un rasgo profundo de la identidad de sus casi nueve millones de habitantes. El viajero sonríe satisfecho por ser éste el país en el que decidió pasar su tiempo libre.


El encanto de lo efímero

La ciudad de Santo Domingo atesora joyas arquitectónicas únicas en América toda. El viajero sabe que la extática contemplación de aquellas joyas le aportará la visión que no brindan los libros de historia. La Zona Colonial libera por un instante a la capital dominicana del vulgar ritmo caótico de cualquier gran ciudad latina. Sus calles estrechas, sus cuadras asimétricas y sin ochavas que enfilan desordenadamente hacia el Mar Caribe, sus balcones floridos tipo español, sus ruidosas esquinas pobladas de parroquianos en los colmados, bebiendo ron o cerveza Presidente, jugando largas partidas de dominó en las que parece que se les va la vida misma, todo ello en su conjunto le confiere aquel encanto particular que tienen las cosas a punto de desaparecer. 

En la Zona Colonial perderse es encontrar. La callecita menos esperada finaliza en las ruinas de un fuerte que aún contiene sus cañones esperando la llegada de peligrosos bucaneros. En su frente, un grupo de dominicanos se entretienen indiferentes a cualquier tipo de amenaza, bailando un merenguito. La majestuosidad de la realeza en su esplendor pasado, aún da estertores de su poder en torretas, arcadas, columnas, dinteles y fachadas de derruidos palacios de piedra coralina. Y una ruidosa bohemia global pierde su cabeza diariamente en sus bares y discotecas, en medio de un contexto de elegante decadencia y desorden.

El viajero toma nota en forma aleatoria de aquellos edificios que lo impresionaron con mayor intensidad, mientras pasea por el malecón a bordo de un carro tirado por caballos alquilado por menos de diez dólares: la primera universidad de América, un edificio sombrío, digno representante de lo que significaban los claustros en el momento de su construcción; la majestosa y encantadora Iglesia de Las Mercedes, con más de 400 años sobreviviendo a todos los huracanes que han azotado la isla; el Alcazar de Don Diego de Colón, desde donde se comandaban las operaciones españolas en todo el territorio de la América española; el convento y hospital de San Francisco, cuyos muros conservan las cicatrices sin cerrar de tantas contradicciones humanas.

Pero lo más sorprendente para él es encontrar antiguas abadías o beatarios, ex lugares sagrados o pertenecientes a la antigua e inescrutable realeza, todos en peligroso estado de decrepitud y ocupados por bulliciosas familias locales. 

Una poderosa empresa privada ha arrendado el puerto con el objeto de adecuarlo y remodelarlo para la llegada de los grandes cruceros. Un programa de manejo de los recursos arquitectónicos y urbanos ampara su accionar y se esperan, no sin razón, importantes mejoras. 

El visitante recorre calles, balaustradas, lustres, aldabas, portones y gárgolas, con la presunción fundamentada de que son los últimos días de este pequeño viejo mundo. 

En el Este profundo

Sólo 230 kilómetros separan Santo Domingo del icono de arenas blancas y mar turquesa ubicado en la región Este de la isla, la zona cuyo nombre deriva de la marca de la empresa pionera que le otorgara fama internacional: Punta Cana Group. Pero República Dominicana aún no ha desarrollado una infraestructura de carreteras acorde con su posicionamiento en el mercado turístico, por lo cual, transitar puede ser toda una aventura, para la que el viajero tiene que estar preparado. No existe señalización adecuada y los nativos manejan sin importarles mucho la vida propia o la ajena.

Unos cincuenta y pocos resorts se suceden aprovechando la ventaja competitiva de sus arenas blancas y un mar de ensueños y ofreciendo en su oferta "todo incluido": hoteles 5 estrellas, emprendimientos tipo boutique de alto valor, campos de golf de diseño en contextos de extraordinaria belleza y lujosas villas residenciales veraniegas en el interior de las enormes extensiones de su propiedad.

Este es un destino de singulares y variados atractivos, desde la costa hacia adentro, empezando por los humedales y lagunas pantanosas costeras, atravesando la verde sabana habitada aquí y allá por bosques de diferentes tipos de palmeras, hasta llegar a un cordón de sierras, donde el calor afloja y es posible tener unas magníficas vistas del mar, en convivencia con el verdadero pueblo local, pequeñas localidades donde miran al viajero como si hubiese bajado de una nave espacial.

Una isla dentro de la isla: Samaná

Situada en extremo noreste de la República Dominicana, la península de Samaná tiene una extensión aproximada de 850 kilómetros cuadrados y su población no llega a los ochenta mil habitantes. Se llega desde el Este, desde la región de Punta Cana, atravesando el Parque Nacional Los Haitises. Pero para realizar esta travesía es necesario contar con vehículos especialmente preparados. Esa es la razón por la que nuestro viajero decide atravesar la isla entera.

Samaná fue descubierta tempranamente por Colón en 1493. Este fue el primer lugar donde los conquistadores sufrieron una oposición violenta, ya que los indios Ciguayos, antiguos habitantes de la zona los recibieron a flechazos. Razón por la cual una de las bahías se llamó durante siglos el Golfo de las Flechas. Durante el siglo XVII las incursiones de piratas franceses, filibusteros ingleses, bucaneros, etc. fueron muy frecuentes. En el siglo XIX los seguidores de Napoleón proyectaron edificar en Samaná una ciudad en conmemoración al mismo.

Se acaba de abrir un aeropuerto internacional que inunda diariamente con un flujo de turistas los hoteles y alojamientos disponibles. Pero lo cierto es que sigue siendo un sueño para los amantes de la naturaleza con bosques tropicales, grandes extensiones de palmeras y cocoteros, centenares de acogedoras playas de cristalinas aguas turquesa, cascadas escondidas y la visita entre los meses de enero y marzo de miles de ballenas jorobadas que eligen la Bahía de Samaná para su reproducción y crianza, ofreciendo un inolvidable espectáculo para el afortunado visitante con sus juegos y saltos.

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