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Un destino para viajeros en paz

La ecléctica belleza de Sintra y sus poblados vecinos invita a convertir histéricas excursiones en viajes pacientes entre palacios y bosques, colinas y reyes, templos y reinas que se entrecruzan con la magia del tiempo que todo lo embellece.

Este relato que sigue es fruto del segundo viaje a Sintra. De la visita correcta. No de aquel primer contacto tan equivocado como el de la mayoría. Aquella vez el apuro de beber todo Portugal de un sorbo derivó en el error tan común de considerar que Sintra, Cascais y Estoril son apenas una excursión de Lisboa, la mágica capital lusa, por cierto. 

Aquella vez solo hubo una jornada dedicada al destino más original y quizás más bello de este pequeño país tan singular. Y semejante título implica situarla por encima de Porto, las Azores o Coimbra, lo que es decir mucho. 

Ese tour con horarios, compañeros de viaje con diversos intereses y apenas el minuto justo para prestar atención a lo que decía el guía produjo más curiosidad que satisfacción; y al mismo tiempo, una sensación de haber desperdiciado la oportunidad de disfrutar en serio lo que parecía ser un mar de tesoros arquitectónicos, plantados en un intrincado sistema de valles salpicados de quintas. Todo esto junto al mar, en el punto más Occidental de Europa y alrededor de playas y campos de golf. Nada menos.

Sintra y sus vecinas Cascais y Estoril, se ubican a solo 30 kilómetros de Lisboa en dirección al Suroeste. Son apenas 40 minutos de auto que inducen a pensarlos como un paseo más. La recomendación, enfática,  es dedicar una semana si es posible. Es la única manera de poder entregarse a largas (y a veces exigentes) caminatas de castillo en castillo, entre parques naturales; o salidas en bicicleta que ayudan a contagiarse del estilo de vida local. Especialmente en esos horarios  y días en los que no  hay tantos turistas; cuando uno siente, fantasea, con confundirse con el entorno. 

Día a día

No importa dónde se fije residencia, lo central es que los primeros  días de viaje, esos que se pueden aprovechar desde la mañana temprano habrá que dedicarlas a Sintra. 

La historia de este rincón de Portugal se remonta al paleo y al neolítico, con vestigios de más de 32.000 años de antigüedad. Fue asiento de romanos y sede del gobierno de los árabes que comandaron los destinos de la región por más de cuatro siglos. En esos años nació el poblado de Massamá, llena de  detalles arquitectónicos moros. También Belas, una de las villas más importantes de Sintra que data del XII. 

Pero fue recién en el siglo XIV cuando Sintra y sus alrededores comenzaron a desarrollar la personalidad única que la distingue. Y no es una exageración decir que es única. El eclecticismo de algunas de sus construcciones realmente no se repite en otro sitio. 

Entonces, dispuestas las primeras jornadas para recorrer sus rincones, hay que decir que es muy importante dividir las visitas al Palacio de Pena y al Palacio de Sintra en dos días diferentes. Porque en ambos casos, es fundamental llegar bien temprano si se quiere evitar demoras: son dos de los monumentos más visitados de Portugal. Sus pequeños estacionamientos se llenan rápidamente y  cuando comienzan a llegar los turistas en tours desde Lisboa todo se hace lento. 

Salvo los miércoles que está cerrado, el Palacio Nacional de Sintra abre a las 10.00. Será esa la hora de empezar a transitar la historia local. Desde el centro de la ciudad vieja se ve en las laderas de la sierra dos llamativos bonetes blancos. Son las chimeneas de la cocina del palacio. Esa silueta curiosa es un símbolo local y con ellas como guía se llega a destino sin necesidad de preguntar a nadie. 

La estructura original del edificio es árabe y cuando ya contaba con dos siglos de vida se convirtió en sede del gobierno moro. En 1147, Alfonso Henriques reconquista Portugal y ocupa el palacio. Pero no es hasta 1385 que Joao I mandó a reformar prácticamente todo el lugar. Allí se adosaron las grandes chimeneas blancas sobre la cocina de dimensiones astronómicas. También se ocupó de acondicionar salones, patios y jardines de lo que fue, hasta 1880, la residencia veraniega de los reyes lusitanos. Una vez en el palacio se nota el aluvión de estilos arquitectónicos que fue formando este monumento. En la Sala dos Brasoes, ubicada junto a la Torre de Meca,  el artesonado del techo está decorado con lebreles que sostienen los escudos (brasoes) de 74 familias nobles. Debajo de ellos, en las paredes, sorprende el cambio de estilo que representan los azulejos del siglo XVIII. Un trabajo similar al de esta sala se nota en el techo de la Sala dos Cisnes. En este caso, el cielorraso de madera exhibe paneles de forma octogonal que encierran cisnes dorados, un trabajo que también data del siglo XVII. 

Cien años antes y a pocos metros, se construía la Sala das Sereias, cuya entrada está enmarcada en azulejos del siglo XVI con intrincados diseños árabes. Estas influencias moriscas se repiten en rincones como los ajimeces construidos por orden de Manuel I, que son ventanas arqueadas y divididas por columnas. 

De las alturas del palacio y luego de al menos dos o tres horas de recorrida, es hora de ir en busca de buena comida. Nada difícil en Sintra. Aunque no siempre es fácil combinar esto con buenos precios. Uno de esos lugares ideales es GSpot. Está ubicado en las afuera, sobre la Alameda dos Combatentes da Grande Guerra, 12. El salón no llama la atención ni por su elegancia ni por el tamaño. Aquí lo que vale la pena es la buena mesa, que incluye platos tradicionales con un toque moderno y vinos excelentes pero accesibles.  Se pueden pedir clásicos como la caldeirada à fragateira - un estofado de pescado - o el bacalao en preparaciones variadas. Pero la mejor alternativa es entregarse al menú degustación que cuesta solo 27 euros y pedirle al amable mozo o incluso al propietario que arme el maridaje perfecto para cada paso. 

Luego de esto, será mejor encarar un paseo relajado, sin exigencias físicas. Como el paseo en carruaje tirado por caballos por los alrededores del Parque Liberdade, en pleno corazón de Sintra. Allí están la Cámara Municipal  y la sinuosa Volta do Duche, un paseo en el que,  entre otras cosas, hay que ver la Fonte Mourisca, una fuente que abastece de agua potable a los vecinos y que enamora con su belleza: una puerta circular que contiene tres arcos en su interior, todo adornado con azulejos de diversos estilos que compiten por la atención del viajero.  

El paseo puede extenderse a la Plaza de la República y de allí recorrer a pie un mini circuito entre el Correo, el Museo Regional y el Museu do Brinquedo. Este último es pequeño, pero sumamente prolijo y entretenido. Juguetes de todo el mundo, desde muñecas a aviones, de soldaditos de plomo a trenes en miniatura componen una colección para adultos con ganas de viajar en el tiempo. Paradójicamente no llama la atención de los chicos, quizás porque no hay nostalgia que los estimule. 

El final del día pide descanso, porque la jornada siguiente incluye largas caminatas que resulta imposible desperdiciar. 

Miradores para enamorarse

Los alrededores de Sintra y Cascais están cruzados por sierras, vallecitos, ondulaciones que aquí y allá ofrecen vistas de gran belleza. En especial porque en los puntos más altos suele haber alguna construcción erigida allí con intenciones defensivas. Incluso en alguna de esas pequeñas cimas puede encontrarse un sitio donde alojarse. Tal es el caso de Casa Miradouro, un bed & breakfast de apenas 8 habitaciones. Como su nombre indica, esta casona del siglo XIX corona una elevación desde donde se puede contemplar el derredor en el que sobresalen el Atlántico a lo lejos y la ciudad vieja de Sintra a unos cientos de metros. El hotel, que cuesta en promedio 120 euros diarios, tiene un estilo romántico, rodeado de jardines cuidados con esmero y buen gusto. No es para cualquiera, porque no hay ningún ascensor que lo lleve a uno hasta su  locación y la caminata no es sencilla. Otro tanto ocurre con el Tivoli Palacio de Seteais,  erigido en una pendiente hacia el siglo XVIII y desde cuyas terrazas es posible admirar tanto el mar como el palacio da Pena y el Castelo dos Mouros. 

Esto de que la vista vale el esfuerzo también puede decirse del trekking que lleva al Palacio de Pena.

Volviendo a la Plaza de la República, para retomar desde un sitio conocido, hay tres alternativas para ir en busca de este emblema arquitectónico. La primera alternativa es partir en auto, siempre teniendo encuentra el horario de apertura (también las 10.00) porque solo caben 30 autos en el estacionamiento y si no habrá que dejar el auto en algún punto cuesta abajo. La segunda es tomar un bus de la compañía Scott que es la que opera el circuito desde el centro al palacio, pasando por el Castelo dos Mouros. 

La tercera es la mejor de todas, pero requiere exigirse. Desde  la Plaza de la República se va por Rúa Visconde de Monserrate hasta la iglesia de Santa María, originaria del siglo XII. Junto al templo nace un empinado sendero que lleva al Castelo dos Mouros, el que conquistó Afonso Henriques. Los muros tienen secciones antiguas del siglo VII00, además de una capilla y un aljibe árabe en ruinas. La caminata sigue hasta el Palacio de Pena, a través del parque del mismo nombre y en total no insume más de hora y media a buen paso. Y no se trata de una demora innecesaria. Al contrario, Don Fernando II, el rey consorte que mandó a construir el parque y el palacio, era un inglés extravagante ávido por lo exótico y por las novedades científicas y artistas post revolución industrial. Los jardines que alberga el parque representan ambientes diversos con grandes contrastes. Además de estatuas, glorietas y bancos, hay cascadas y plantas tan impensadas como criptomerias japonesas, cedros libaneses, araucarias del Brasil e insólitos helechos de Nueva Zelanda, que sobreviven gracias al húmedo invierno local. Esta misma pasión por lo exótico se ve plasmada en el Palacio, al que como mínimo habrá que dedicarle dos horas, aunque las guías de viajes indiquen que basta hora y media para conocerlo.  

Un detalle a tener en cuenta es que dentro del edificio no está permitido tomar fotografías o filmar. Si otro fuera el caso, la visita duraría días. Lo dicho, esta suerte de exabrupto de la arquitectura fue encargado Fernando de Saxe Coburgo-Gotha. Viudo de la reina María II y vuelto a casar con una cantante de ópera. Como una ironía del destino, su construcción de completó en 1885, mismo año de su muerte. La obra estuvo a cargo del alemán Von Eschwege y se realizó sobre la base de un monasterio del siglo XV, que a su vez estaba montado sobre una capilla anterior dedicada a Nossa Senhora da Pena. En los paneas 25 años que fue utilizado no llegó a convertirse en residencia principal de la familia real. Y en 1910, cuando se proclamó la república, pasó a convertirse en monumento nacional. Es tal el estado de preservación que en la cocina se pueden ver colgando sobre los fogones de hierro los utensilios y las ollas de cobre con el sello de Fernando II. Otro monarca, Manuel II, a la sazón el último de la corona portuguesa, acondicionó una sala en la torre circular como su habitación. Cada ambiente responde a una inspiración diferente. El Salón de Baile alberga jarrones chinos y figuras orientales; el Salón Árabe impacta con el trabajo pictórico en paredes y techos que alguien mencionó con el nombre de trampantojos; la puerta de Tritón es de reminiscensias manuelinas (siglo XVI en Portugal) y la torre roja del reloj parece sacada de un cuento de hadas del Medioevo. 

Al terminar la visita, se puede repetir el procedimiento del día anterior y buscar un lugar tranquilo en las afueras para comer. Una opción recomendable es el restaurante Curral dos caprinos, en la cercana Cabriz, a sólo 10 minutos en taxi desde Sintra. Es un clásico comedor portugués, en donde las materias primas responden a la riqueza local. En un ambiente de estilo campestre, poblado de muebles, cerámica y objetos de madera tradicionales nada mejor que inclinarse por platos clásicos como el cabrito assado. Por supuesto, antes habrá que deleitarse con los ante pastos que incluyen queso de cabra, pan casero, camarones frescos, jamón serrano y delicias similares. Para acompañar el banquete parece obligación ordenar un vino tinto de la cercana Colares. Así como para el postre conviene pedir un Moscatel de Setúbal.

De nuevo en Sintra, el viaje continúa, con rumbo a la costa. 

El mar

Nuevamente, los medios de transporte disponibles son varios, pero una opción  interesante es aventurarse en el simpático tren eléctrico que recorre los 13 kilómetros hasta la costa en calmos 45 minutos a un precio irrisorio. El punto de llega es Praia das Maças, un spot perfecto para el surf, aunque también un sitio de riqueza paleontológica notable, en cuyos farallones basálticos quedaron impresas las huellas de desafortunados dinosaurios.

A un paso se ubica el inverosímil pueblito de Azenhas do mar. De verdad parece un set preparado para una película de época sobre pescadores. Las casitas blanquísimas parecen salir del corazón de la roca de los acantilados y balconean el Atlántico. Las aguas en su vaivén se dejan olvidada una cuota suficiente para llenar la piscina natural a la que se llega por una escalera no del todo recomendable. No es que la piscina sea un sitio fantástico para nadar, pero todo el marco es imperdible. El dejar atrás por un rato los palacios para respirar los aires que alimentaron al gran Enrique el Navegante o a Vasco da Gama hace que se despierte cierta pulsión por lo natural. Así el tercer día se puede pasar en las tierras del parque natural de Sintra-Cascais, que abarca tanto la sierra de Sintra, como la de Colares, los cabos Roca y Raso, además del entorno de Cascais. Los bosques de encinos, robles, pinos y abetos prometen caminatas estimulantes.

Vecinas ilustres

Sintra no está sola en el mundo. A su alrededor y a principios del siglo XX sobre todo, crecieron dos destinos signados por el glamour y la buena vida. Son Cascais y Estoril. La segunda, famosa por su casino, su gran premio de Fórmula 1 y los abiertos de tenis y golf; la primera, menos ilustre pero más jovial y desacartonada. Cascais tiene un excelente puerto deportivo desde donde salir a navegar por el litoral lisboeta. También tiene playas fácilmente disfrutables cuando el sol invita a la arena. Y es desde tiempos inmemoriales n puerto privilegiado por el reparo que ofrece en su pequeña bahía. Se puso de moda entre las clases altas luego de que en 1870 Luiz I construyera aquí un palacio veraniego, en una de cuyas alas tiene hoy su residencia de verano el presidente de Portugal. 

En Cascais hay que repartir el tiempo entre los cafés al aire libre, la playa y el Parque Gandarinha. Allí es imperdible el Museo Biblioteca, donde entre cientos de muebles antiguos, cuadros, azulejos y artefactos varios, hay una colección de libros que incluye las Crónicas de Dom Afonso Henriques, en una edición del siglo XVI. 

Junto al parque se encuentra un excelente alojamiento como el Village Cascais, sobre la rua Frie Nicolau de Oliveira, especialmente si se viaja con la familia, ya que sus habitaciones, además de prolijas son de gran tamaño. Aunque el hotel excluyente en la zona es el Farol Design, sobre la Avenida Rei Humberto II de Italia. De estilo moderno pero raíces antiguas, ofrece habitaciones con vista al mar, terraza y uno de los mejores bares de esta costa que se extiende rápidamente a la vecina Estoril. 

Son apenas 3 kilómetros entre una y otra, pero el panorama cambia notoriamente. Estoril fue el sitio en donde pasaron su exilio reyes españoles, húngaros, rumanos e italianos; es aquí donde se concentraron los eventos de negocios de Portugal; donde se levantó el casino más lujoso e importante del país; y finalmente, donde se construyeron modernos hoteles cinco estrellas que miran de cara al mar. Si a esto se le suman excelentes campos de golf, se tiene un cuadro muy claro de qué podrá uno encontrarse en Estoril.  A pesar de estar a un paso, pareciera que desde Sintra hasta aquí han pasado no solo kilómetros, sino décadas.   

Desde Estoril es sencillo el regreso a Lisboa, aunque no se puede andar ese camino sin detenerse en el Palacio de Queluz. El Versalles portugués es fastuoso, elegante en cada detalle y una suerte de acabose del estilo rococó perpetrado por Jean Baptiste Robillion, el último de los arquitectos en intervenir en la construcción del conjunto que tuvo varias etapas. Mientras se camina por los Jardines de Malta o los Jardines Colgantes es inevitable pensar en aquella primera vez en que todo este viaje se redujo a solo unas horas a bordo de un micro, ida y vuelta a las apuradas desde Lisboa. A viajar, parece, también se aprende. 

Tomás F. Natiello

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