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El arte que besa el cielo

La belleza inagotable de Quito se esparce entre intrincados valles andinos, custodiados por volcanes nevados que rozan el azul celeste.

Delicadas figuras de cerámica, decoradas con alegría y dueñas de la suave textura de una fina laca representan la imagen de una virgen aindiada. Llena de color y de mística seriedad al mismo tiempo, la pequeña muñeca encierra en su breve humanidad una densa historia de invasiones y encuentros, de conquistas y mestizajes, de artistas y soldados; un legado de pueblos indígenas ancestrales, como los Quitus, y de imperios nativos como los Incas; y sobre todos ellos, el sincretismo surgido de la mixtura entre tradiciones cristianas y españolas con la fertilidad icónica local. 

Esa muñeca comparte en su pequeñez, el mismo mensaje que las grandes iglesias que pueblan Quito, la capital de Ecuador. El relicario de arte colonial, la primera ciudad que la Unesco distinguió en su lista de Patrimonio Cultural de la Humanidad. Y al mismo tiempo, una urbe que se reinventa, que crece hacia el Norte, hacia el Sur, hacia la Amazonia, sorteando una geografía caprichosa, intrincada y soberbia. El perfil nevado y amenazante del Cotopaxi o del Pichincha, volcanes majestuosos que la rodean, aportan a su belleza un marco subyugante. 

Quito enamora en el cruce entre lo antiguo y lo moderno; entre la ordenada disposición de la cuadrícula hispánica con su plaza central y sus edificios públicos, con las calles que se pierden entre valles inextricables; con u espíritu subtropical y sus alturas  celestiales. 

Por eso merece ser vista, merece las pisadas del viajero caminante; casi que exige  incluirla en la lista de grandes ciudades latinoamericanas que deben ser visitadas alguna vez en la vida. Como Buenos Aires, como el D.F., como Lima o Montevideo. Quito es más que la suma de sus partes.

Templos del arte

Los indios quitus fueron los primeros en asentarse en este valle donde siempre pareciera ser primavera. La fertilidad de sus tierras, el difícil acceso que facilitaba la defensa y el clima agradable también sedujeron a los incas, que establecieron aquí la capital de la mitad Norte del imperio en tiempos de Huayna Capac. Y siguiendo la costumbre instaurada en el resto de América, los conquistadores españoles sentaron sus reales sobre las ruinas incaicas. Así fue  como en 1534, Sebastián de Benalcázar fundó Quito como ciudad colonial. Trazó el plano con sus manzanas regulares rodeando la plaza central y a cada lado los principales edificios que hoy se mantienen allí mismo pero con mayor grandeza. Junto a la Plaza Grande  o de la Independencia se levantan el Palacio de Gobierno, de estilo neoclásico con piedras incas en su base y custodiado por guardias con uniforme de gala; el Palacio Arzobispal de piedra ladrillo y madera con sus características arcadas o portales; el Palacio Municipal, la iglesia del Sagrario, y la Catedral metropolitana de 1565, con su espectacular fachada mitad de piedra, mitad encalada

Pero la riqueza arquitectónica local no se restringe a su hectárea neurálgica, sino que se extiende mucho más allá, de la mano de sus templos emblemáticos. 

No sorprende encontrarse con que una de las obras más llamativas haya pertenecido a la Compañía de Jesús. Su iglesia principal cuya fachada de estilo barroco con influencia morisca fue tallada en piedra volcánica por las hábiles manos de los indígenas educados en las misiones jesuíticas. El interior fue adornado con más de siete toneladas de pan de oro y para completar todo el edificio hicieron falta nada menos que 163 años.

La pizarra de las cúpulas de esta iglesia la emparientan con la del convento de Santo Domingo, igualmente verdes e imponentes. Aunque es el enorme atrio de piedra volcánica, trabajada como grandes adoquines que forman una calzada centenaria y perfecta lo que invita a recorrer este templo emblemático. A decir verdad, cada iglesia es única y se distingue por algo especial. A la de San Agustín la llaman El Convento de Oro debido a su ornato exuberante; la basílica de la Merced alberga en su claustro una fuente con un Neptuno entre delfines que desafía a lo más obtuso de la Inquisión desde hace siglos; y al templo de San Francisco se la considera  la joya arquitectónica de la capital ecuatoriana por su elaborado estilo barroco colonial. 

Sin embargo, hay algo que las hermana todas. Sus interiores comparten la belleza única de la Escuela Quiteña, quizá la más importante y primera escuela artística sincrética de América.  

Un arte sagrado

No molesta repetirlo en cuanta nota de viajes haga falta: la mejor manera de conocer una ciudad es a pie. Basta con salir a caminar por el centro histórico de Quito para ver aquí y allá en las fachadas de las casas más antiguas ángeles y querubines de piedra junto a tallas en madera que adornan puertas, ventanas, balcones o postigos. Esta es la herencia de una escuela artística y artesanal que no tiene una fecha o evento preciso de fundación, pero que está íntimamente ligada al colegio San Andrés y a las figuras de Fray Jodocko Ricke, un evangelista nacido en los Países Bajos, y  Francisco Morocho, un excelso ceramista indígena. En el ámbito de la escuela enseñaban a trabajar la madera y la cerámica. También formaban pintores que egresaban de este primer  colegio de artes y oficios para sembrar la ciudad de un (proto) realismo mágico, dueño de  miradas profundas y colores fuertes.

Entre muchos grandes maestros anónimos sobresalen los nombres de Jose Olmos "Pampite" y Manuel Chilli "Caspicara",  los más representativos de la "Escuela Quiteña". Pampite, además, ha sido de los más controversiales con su obra el "Cristo de la agonía". El dolor y la sangre del rostro de Cristo son de una fuerza tal que se cuenta la historia de que crucificó a uno de sus alumnos para poder copiar con tanta exactitud las expresiones del doliente.  Aún hoy  el savoir faire de aquellos artesanos se sigue transmitiendo en la Escuela Taller Quito I, un espacio educativo en el Centro

Histórico donde jóvenes de 16 a 19 años de edad se entrenan en las técnicas y oficios que caracterizaron a la Escuela Quiteña. Cuando egresan, los jóvenes consiguen rápidamente trabajo en las obras de restauración que en los últimos años han involucrado nada menos que 200 millones de dólares.  

Volviendo al arte, no sería un error decir que la expresividad de la escuela quiteña no podría haber prosperado de no haber encontrado un terreno fértil en las manos sabías de los indígenas. Para comprobarlo, basta con visitar la Casa del Alabado. Cerca de la plaza de San Francisco, bajando por la calle Cuenca en dirección al Convento de Santa Clara se pasa frente a una casa del siglo XVII en cuyo dintel se puede leer grabado en la piedra: "Alabado sea el Santísimo Sacramento / Acabose esta porta a 1 de julio 1671 años". Allí funciona hoy un bellísimo museo de arte precolombino, dueño de más de 500 piezas de una fineza inusual. La calidad de las tallas y de la orfebrería da cuenta de una maestría casi atávica; mientras que  los mundos que plantean las cosmovisiones precolombinas explican esa potente expresividad de la escuela Quiteña. En cada sección del museo se puede emprender un viaje al inframundo donde habitan los ancestros o al  supra mundo donde moran los dioses. Algo más de culturas ancestrales  se puede conocer al visitar la Fundación Guayasamín y la Capilla del Hombre. En la primera descansa la colección privada de arte precolombino y colonial del pintor ecuatoriano de mayor reconocimiento internacional, Oswaldo Guayasamín. En cuanto a la capilla, fue construida por él mismo para celebrar al hombre latinoamericano y consiste en una edificación de notable arquitectura, poblada de obras de gran formato del propio artista.

Para dejar atrás la historia y recorrer el mundo actual, mejor salir a la calle en busca de La Ronda. Este barrio es un sector del casco antiguo que en los años 50 y 60 albergaba a artistas, artesanos y bohemios; recuperado a mediados de la década pasada, hoy lucen radiantes sus casitas blancas de techos rojos, con sus balcones y faroles, devenidos en galerías arte, cafés y tiendas de marcas internacionales.  Señales de este otro Quito moderno que ha crecido en los últimos años.

Hoy es hoy

En Quito viven unos dos millones de personas, menos que la cantidad de viajeros que recibe cada año. Caminando por el centro se pueden ver turistas europeos y norteamericanos a mitad de camino de grandes volcanes o de las míticas Galápagos.  Hay más de 65 barrios, algunos decididamente modernos, otros bohemios; otros populares. Nada mejor que escaparse hasta el vecino Cerro del Panecillo, ubicado a 3000 metros sobre el nivel del mar para abarcar con la mirada todo Quito. En seguida llaman la atención las anchas avenidas que parten hacia el Norte, como la 6 de Diciembre, 10 de Agosto, Amazonas y Eloy Alfaro. Estas arterias nacieron en los 50 para comunicar el centro con los nuevos Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre y el Estadio Olímpico Atahualpa. Al amparo de las nuevas vías, Quito se expandió con barrios residenciales de gran elegancia como la Mariscal, donde se concentran los mejores hoteles, pero también las mansiones que construyeron los ganadores del boom petrolero. El corazón de ese barrio capitalino es la plaza El Quinde, un lugar de encuentro y disfrute de todos los apetitos culturales, gastronómicos y de servicios. 

Justamente el complemento de tanta historia y desarrollo es el conjunto de hoteles que no deja de crecer y renovarse. Alojamientos como el Sheraton Quito se reinventan llevando su decoración hacia un moderno minimalismo que se apoya en tecnología de punta que permite que cada huésped maneje los sonidos y colores de su propia habitación; o como ocurre en el joven Nü House Boutique Hotel, abierto hace apenas cinco años, donde se recrea el espíritu de la costa en el restaurante Azuca Beach, rico en mojitos y platos de mar con productos frescos de Pacífico. En el Azuca clásico, del mismo hotel, mandan el sabor latino, música chill out, martinis y gran ambiente. 

Igualmente joven es  Le Parc, una torre elevada en pleno centro financiero que lleva la marca de Philippe Starck. Su restaurante Sake ofrece lo mejor de la cocina japonesa en la planta baja, mientras que el comedor de la terraza combina propuestas de fusión andina con una viste perfecta de la zona Norte de la ciudad. En especial del Parque La Carolina, un espacio recreativo que congrega a los quiteños para pasear, correr, andar en bicicleta o simplemente, tomar aire fresco. Junto al Parque La Alameda y al Metropolitano son los sitios verdes que sirven de pulmón a la ciudad.  Y que son un adelanto de la diversidad natural de todo Ecuador. En el Jardín Botánico, por ejemplo, hay dos orquidearios con gran parte de las más de 2000 variedades de esta flor que crecen en el país y que representan el 11% del total existente en el mundo. Igualmente impresionante es la cantidad de plantas diversas que con unas 25000 especies supera en mucho a las 17000 registradas, por ejemplo, en toda América del Norte. Por eso Quito también es punto de partida para explorar bosques, selvas, cerros nevados, volcanes, ríos furiosos. Incluso en  los bordes quiteños, los valles guardan tesoros escondidos. Como el  barrio  Guápulo. En el noroeste de Quito, es la puerta de entrada al Valle de Tumbaco, por donde Pizarro inició la expedición que lo llevó al Amazonas hace casi cinco siglos. Sus callejuelas de empedrado llevan a  bares ubicados en las terrazas de las laderas, miradores inmejorables donde disfrutar del dolce fare niente, si se permite el cliché. El ruido de la urbe no llega hasta estos lares que combinan el ambiente bohemio y romántico del hoy con el arte y la cultura del siglo XVI y XVIII.  El sincretismo que se expresaba en la mezcla de lo indígena y lo colonial, continúa su línea hoy, pero fundiendo lo antiguo y lo moderno. Quito sigue siendo el relicario del arte americano, la ciudad convento, el museo a cielo abierto; y sin embargo no deja de crecer, de sumar servicios y de invitar a vivir el presente, con los pies en el pasado y la mirada en el futuro. 

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